Un Adiós que Germina
Fuimos la chispa que incendió la luna,
el temblor que se cuela entre los huesos,
una conexión tan gloriosa y certera
que el universo se detuvo a mirarnos.
En tus ojos, el tiempo aprendió a rendirse,
y en mi voz, el eco encontró su hogar.
Éramos química, física y destino,
éramos el verso que nadie se atrevió a escribir.
Pero el pasado—ese terco inquilino—
había cavado trincheras en tu alma.
Traumas que silban en la noche vacía,
cadenas que nunca dejaron de doler.
Quise ser la llave que rompiera tus cerrojos,
el abrazo que barriese tus sombras.
Pero algunas heridas no entienden de amores,
se atrincheran, se enraízan, se aferran al miedo.
No fue falta de amor,
ni de intentos, ni de días compartidos.
Fue la carga de un ayer que no soltaste,
un espectro que siempre durmió entre nosotros.
Y así, gloriosos y rotos, nos despedimos.
De manera abrupta, sin despedida,
con la esperanza temblorosa
de nunca volvernos a encontrar.
Pero qué bonito fue lo nuestro.
Las tardes en la playa, la sal en la piel,
las risas en la montaña donde el eco te nombraba.
Tu familia que me hizo suya,
tus amigas que me enseñaron a quererte más,
y tus compañeros, esos cómplices de tus días,
con quienes compartimos alguna vez el rumor de la vida.
Fue increíble todo, incluso el final.
Porque aunque el amor no bastó para unirnos,
nos dejó un álbum de momentos perfectos.
Gracias por cada uno de ellos,
aunque ahora se deshagan en el aire,
como cenizas de un fuego que quiso arder para siempre.
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